Por Miguel Santana – @santanadeportes.- El espíritu romano se traslada al Universitario, y Tiburones tendrá que hacer de Espartaco para vencer al salvaje león. Hay que luchar fuerte contra un campeón de raza pura, porque para vencer al rey, se requiere de la extrema fuerza de muchos soldados tracios, convertidos en un solo puño. Parece este un desenlace cinematográfico de primer nivel, que pone a prueba la esperanzada pasión de un corazón declarado en rebeldía ante la opción de dimitir. Si hablásemos en idioma callejero, queda una última bala, sin opción a fallas. El margen de error es cero. Pero va más allá de vencer, porque se debe esperar y en caso de morir, hacerlo con gallardía.
Llegó el asalto decisivo, con dos pugilistas activos en pro de sus causas. La Guaira y Caracas se parecen a Joe Frazier y Muhammad Ali, solo que no es 1 de octubre de 1975, sino 20 de enero de 2024. La venganza perfecta contra el home run de Harold Castro no es otra que vencer y así, convencer al rival que no fue tal en la temporada, pero la magia del béisbol esconde sus trucos en lo impensado, y por más que difícil parezca, dijo Yogi Berra que “esto no acaba hasta que se termina”. Lugar propicio y hora perfecta, con samba, calor, sudor y un sinfín de personas que de color llenarán el día.
Un fanático caraquista comprende que la excelencia es el final de la exigencia. Por eso, cada derrota genera sensaciones de sinsabores. El peso de la historia obliga a siempre competir, sabiendo que imposible será estar siempre sentado en el trono, pero teniendo el deber de defenderlo hasta las últimas consecuencias. No es solo en honor a la legión, sino apoyándose en el significado de ser la escuadra cuya camisa vistió “Chico” Carrasquel; que fue ensuciada por Pompeyo Davalillo; amada en los brazos de Gonzalo Márquez; llevada lejos en cada cuadrangular de Antonio Armas; dignificada en las señas de Baudilio Díaz; engrandecida con los batazos de Galarraga; ensuciada de glamour con cada jugada de Vizquel y profundamente respetada por Bob Abreu.
El león no renuncia a la esperanza, ni siquiera en los momentos de mayor apremio. Cuando un escudo pesa, pasa lo mismo con el amor de quienes lo defienden hasta sin razón. Desde 1942 se escucha el rugido de un unísono sentir, con Lezama y su bandera representados en cada rostro lleno de tan indescriptible sentimiento. Ha regresado el nivel que por años caracterizó a nuestro béisbol, lleno de emoción hasta su último capítulo, con estadios concurridos, momentos angustiosos y cuadernos cansados de tantas combinaciones escritas en cada hoja. La diferencia está en lo tecnológico, porque ahora nos vemos cerca del debate cibernético, unidos en las diferencias criteriosas y a la espera del resultado para el pecho, público mostrar. Es parte de los tiempos en curso, aunque la esencia se mantenga como en el día cero.
Sueñan en el Estadio Monumental con una final. Los emperadores susurran en silencio una innegable intención de emocionantes combates y exuberantes cacerías. Es este gran anfiteatro, digno del primer mundo en plena entrada de la capital nacional, anhelan respirar aires de última instancia, por más desesperanzador que todo luzca.
Nadie puede apagar la llama de un monarca. Habrá que esperar un nuevo desenlace en la dinámica del día a día. Solo dos cosas son innegablemente ciertas: el respeto innegociable de la afición al escudo es proporcional al respaldo en horas delicadas. Y de último, la pelota venezolana es el punto de encuentro más efervescente en el año. Los Leones del Caracas son una identidad convertida en forma de vivir, ser y sentir.